Las manos se entornaban furiosas arrebatando cada lámina de sudor sobre el papel, recorrían con ansia pero sin prisa cada margen. Acariciaban las líneas aún sin sombras, sin nombres, sin delitos, aún carentes, de momento, de cualquier pálpito de vida. No encontraban personaje ni escenario, no sabían del comienzo ni del susto de los acontecimientos. Peleaban por una suerte mejor, por un trozo de estante en el que amparar su futuro. No sabían si acabar con amores trágicos o con sucesos sosegados. No intuían la tragedia o el significado de la palabra tregua. No temblaban ya (por suerte) pero tampoco vivían. No hay nada peor que no saber vaciar la angustia, no poder arrojar luz a la ansiedad, no atinar a echarla por los dedos o por la boca. Rezaban a cada rato por liberar a las musas, tan cobardes desde su silencio; tan valientes encontrando cobijo en otros renglones.
De vuelva a su asilo desamparado pierden la fuerza, y buscan sus bolsillos cautivas.
Las manos se entornan furiosas cada vez con menos ansia y con más prisa.